El soldado Camilo Andrés Martínez murió el pasado 26 de febrero en una lucha que parece interminable. Estaba acompañando la misión de erradicadores de cultivos ilícitos, en la zona del Cañón de Iglesias, en Tarazá -Bajo Cauca antioqueño-; cuando explotó una mina antipersona que también dejó heridos a un compañero suyo y a cuatro erradicadores manuales.
El mismo escenario desgarrador se ha venido repitiendo en los departamentos de Norte de Santander, Arauca, Nariño, Bolívar, Cauca, Chocó y Meta, donde las víctimas de minas antipersona han crecido exponencialmente.
En el año 2017, después de la firma del Acuerdo de Paz con las farc, se registraron 57 víctimas; ésta cifra llegó a 221 en 2018 y en el año 2019, se registró la cifra récord de 352 casos. Casi uno por día.
Es así como el último informe entregado por el Comité Internacional de la Cruz Roja, establece un crecimiento de 59% en el número de personas afectadas por éstos artefactos explosivos y hay una advertencia de aumento.
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Lo increíble de toda ésta tragedia es que, con descarada facilidad, se señala al actual Gobierno como responsable de un panorama que es producto de una herencia funesta de Santos y los efectos de la coca para Colombia.
Cuando el ‘Nobel de Paz’ asumió el poder en 2010, recibió un país con menos de 50.000 hectáreas de cultivos ilícitos, gracias a una agresiva campaña contra el narcotráfico, apoyada por los Estados Unidos.
Sin embargo, todos los esfuerzos hechos por una nación que apenas lograba alzar su frente ante la comunidad internacional, se vinieron a pique rápidamente. Volvimos al pasado.
Mientras nos pintaban un paraíso donde reinaría la paz y la igualdad, bajo el pretexto de adelantar la negociación con el grupo narcoterrorista de las farc, el país bajó la guardia en el proceso de erradicación y fumigación de cultivos ilícitos de coca.
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Santos nos dejó con 209.000 hectáreas de sembradíos reportados por la Oficina para la Política Antidrogas de la Casa Blanca. La fórmula perfecta para dar origen a una multiplicidad de grupo ilegales que asesinan y desaparecen líderes, campesinos y soldados, todos los días.
El entonces ministro de Salud, Alejandro Gaviria, hoy rector de la Universidad de Los Andes, se escudó en un estudio no verificado donde se aseguraba que el glifosato era “probablemente cancerígeno para los humanos” -así como también varios productos de belleza y elementos de uso cotidiano-, para ordenar la suspensión de la aspersión aérea.
La decisión se amparó también en el cumplimiento de un fallo de la Corte Constitucional, en el sentido de aplicar el «principio de precaución» en caso de no encontrar una conclusión definitiva sobre la inexistencia de riesgos derivados del uso de dicho herbicida.
Casi cinco años sin fumigar, tienen maniatado a un Estado por la imposibilidad de asumir el control de las regiones donde los grupos criminales se fortalecieron y los carteles de la droga se enfrentan para conservar el control de puntos claves para el procesamiento y el transporte de cocaína hacia otros países.
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La erradicación manual es cada vez más difícil y riesgosa para aquellos que terminan en el centro de éstas disputas territoriales. La producción e instalación acelerada de minas antipersona rudimentarias que “custodian” los cultivos de coca, se ha convertido en la principal amenaza para los miembros de nuestras fuerzas militares que desde el año 2002 -acogiéndose a la Convención sobre la Prohibición del Empleo, Almacenamiento y Producción de minas antipersona y su destrucción-, reconocieron la peligrosidad que éstos artefactos representan para la población civil.
Los criminales, en cambio, recrudecen sus ataques generando centenares de minas diariamente, que no alcanzan el costo de tres mil pesos por unidad, pero sí logran causar daños irreversibles a nuestros militares; que son obligados a pisar campos minados para cumplir una tarea a la que injustamente tuvieron que ser asignados.
Es el momento de retomar el rumbo y recoger las estrategias que para nuestro país significaron el freno de su declive y la recuperación de la seguridad. Es el momento de señalar a todos aquellos que se dicen defensores del medio ambiente, que descaradamente utilizan argumentos deleznables y han elegido un silencio cómplice e hipócrita frente a la tragedia de soldados, erradicadores y campesinos de la Colombia rural que si sobreviven, quedan mutilados de por vida.
Es hora de volver a la mano firme que nos hizo recobrar la esperanza.