Tuve la oportunidad de defender en Comisión Primera de Senado, el proyecto de ley de la Representante del Centro Democrático, Margarita Restrepo, encaminado a endurecer las penas y ampliar el radio de acción del operador judicial, contra los reclutadores de menores.
Mientras investigaba sobre éste delito -que tiene la doble connotación de ser crimen de guerra y crimen de lesa humanidad-, sentí el dolor inconsolable de esos miles de padres campesinos con sus vidas destruidas por quienes les robaron a sus hijos.
Ésta práctica horrorosa hace parte de las actividades injustificadas dentro de la denominada «lucha revolucionaria», que genera un rechazo absoluto.
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Tristemente las cifras demuestran el verdadero espejo de una tragedia: según el Grupo de Atención Humanitaria al Desmovilizado del Ministerio de Defensa, 5.524 niños y niñas se han desvinculado de los grupos armados desde el 7 de agosto de 2002 hasta el 24 de abril de éste año; 12, entre los 7 y 10 años; 817, entre los 11 y los 14; y 4.695, entre los 15 y los 17 años.
Aunque éstos datos corresponden a aquellos niños que lograron liberarse de la esclavitud del reclutamiento, exponen la terrible magnitud de ésta barbarie y nos obliga a generar conciencia, como civilización, si es que pretendemos serlo.
Los premios detrás de la justicia “transicional”, la justicia “restaurativa”, y el resto de fórmulas jurídicas de aquellos que intentan dar fin a las acciones de violencia -que a veces sirven como compuerta para salidas negociadas-, dejan en el camino inmensas heridas sin sanar por la impunidad que suponen y la verdad que niegan.
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Niños y niñas han sido separados de sus padres, muchos asesinados ante sus ojos por los mismos reclutadores; forzados a cambiar un regalo por un fusil, el amor por crueldad y la inocencia, por odio.
Asimismo, resulta incomprensible el dolor sufrido por aquellas niñas reclutadas para la satisfacción de los peores depravados; adolescentes asaltadas en su dignidad y obligadas a abortar en medio de la selva; niños obligados a matar a sus propios amigos, mientras son sometidos a interminables marchas en la más difícil geografía, sumidos en el miedo, expuestos como escudos humanos durante los enfrentamientos con la fuerza pública o con otros grupos ilegales.
Por desgracia no habrá, al menos por ahora, acciones reparadoras efectivas en contra de ésta impunidad rampante, en un país que parece incapaz de garantizar el imperio de la ley.
Los máximos responsables de reclutamiento y violación de menores siguen ocupando curules en el Congreso; la JEP sigue operando, a pesar de demostrar, una y otra vez, su obstinación para escuchar a las víctimas más inocentes, para al menos garantizar un mínimo de verdad y justicia. Y lo peor: sectores políticos que insisten en que las instituciones deben adaptarse para complacer al crimen organizado y abonar el terreno para futuras negociaciones, tan ilegítimas e indignas como la última.
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El reclutamiento de menores sigue azotando a Colombia. Las mal llamadas “disidencias” de las FARC siguen ejerciendo ésta práctica, al igual que el ELN y el resto de grupos armados organizados que continúan operando en el país, alimentados por el narcotráfico y la minería ilegal.
Tenemos que hacer todo lo que esté en nuestras manos para enfrentar a los reclutadores. Aumentar las penas y ampliar la acción de la justicia para enfrentar éste grave delito, medidas que ayudarán a combatir la impunidad y disuadir a los victimarios; pero tiene que ser sólo el primer paso dentro de una política pública mucho mayor y eficaz.
El año 2020 ha sido un año difícil para todos, entre la pandemia y la crítica situación económica que provocó el aislamiento. Muchos dejamos de ver a nuestros familiares para protegerlos de la enfermedad y esperamos reencontrarnos con ellos en esta Navidad.
Pero mientras esa es una posibilidad, pensemos por un momento en las familias que fueron despojadas de ese derecho y pidamos en nuestras oraciones, que los niños separados de sus padres vuelvan pronto al seno de sus hogares.
Es también el momento de asumir un compromiso mayor frente a éste flagelo y exigir con mayor firmeza, como sociedad, que los responsables paguen por sus crímenes, como garantía de no repetición.