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Columna de Manuel Alejandro Salazar Romero


La fatal arrogancia

Así tituló Friedric August von Hayek su último libro, el que se publicó en 1988 y en el que se tardó alrededor de 10 años en escribir. La propuesta principal de este texto consistió en reforzar las ideas que previamente había sistematizado en contra del socialismo, sistema entendido como, naturalmente, lo entendería un liberal, es decir, como la pretensión de organizar la sociedad de forma centralizada, incluyendo, por supuesto, la economía.

La idea, que no está libre de críticas, en apariencia es sencilla: la planificación centralizada pasa por alto un aspecto indisoluble de la condición humana: la dispersión del conocimiento. Por esta razón, se concluye que la información que obtienen los dirigentes es insuficiente para estructurar el complejísimo orden social. En otras palabras, que los gobernantes no poseen toda la información que necesitarían para estructurar los órdenes espontáneos y evolutivos de la sociedad, pues la característica principal del conocimiento es que este se encuentra dividido en la mente de cada individuo, afirmación que ha sido avalada por la neurociencia y por la psicología. En Hayek, así como en cualquier otro individualista metodológico, la sociedad no se entiende como un ente abstracto, sino como el resultado de miles de acciones individuales que, en su mayoría, se coordinan y traen como resultado un orden extensísimo de características únicas moldeadas por las exigencias de las circunstancias de tiempo y lugar.

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La idea anterior ha sido rechazada, sobre todo, a causa de dos hechos: el primero, el nivel de sofisticación al que ha llegado la recopilación de datos y, el segundo, el exceso de confianza en nuestras capacidades intelectuales. Sobre el primero no nos detendremos ahora, no obstante, diremos que la información predominante en la formación de los órdenes sociales se origina en la experiencia y es de carácter adaptativo y variable, dependiendo, como ya se dijo, de las circunstancias. Sobre el segundo sí queremos decir algo más.

La propia inteligencia y ciertas pulsiones evolutivas nos llevan a confiar demasiado en nuestra capacidad de raciocinio. De modo que, siempre que un hombre con aptitudes sobresalientes se reconoce a sí mismo como tal dentro de su grupo social, esto lo puede llevar a creer que, si extrapola sus ideas, el mundo sería mejor si se organizara según aquellas, a la larga, estas han causado que se destaque y sobresalga. Sin duda, la mejor plataforma para tratar de moldear la sociedad es la política.

De modo que, durante décadas, ese puñado de hombres sobresalientes y educados en las mejores universidades se ha devanado los sesos para, con la soberbia actitud del científico que tomara a la sociedad como su conejillo de indias, aplicar las teorías políticas, económicas y conductuales de moda en un proceso de ensayo y error. El resultado no ha podido ser peor.

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Al borde del precipicio y entregada la institucionalidad al nuevo socialismo, si es que todavía queda alguna diferencia ideológica entre el gobierno que está y el que vendrá, las masas enfurecidas reclaman las promesas incumplidas y obstinadamente enfocan sus vistas en la corrupción de sus dirigentes, pero no se dan cuenta que, peor que la corrupción, ha sido la fatal arrogancia de aquellos, la que lleva en sus entrañas una profunda desconfianza en el ingenio y en las capacidades de los individuos y trae como consecuencia la rigidez institucional que ha hecho perecer sociedades pasadas.

Mucha atención, pues, que de las trampas de la vanidad no escapan los hombres ni de derecha ni de izquierda y es dable que próximamente sintamos nosotros el vacío que se sufre en las caídas libres, aquel vacío que, en unos causa risas y, en otros, espanto.